Sabemos cómo frenar el calentamiento de la Tierra, y los costes son asumibles. Hace falta voluntad política, según expone el premio Nobel de Economía estadounidense Paul Krugman en un magnífico artículo traducido y publicado en la sección negocios del diario ‘el país’, del que se extrae el siguiente texto.
PAUL KRUGMAN 25/04/2010Si escuchan a los climatólogos -y a pesar de la implacable campaña para desacreditar su trabajo, deberían escucharlos-, hace ya mucho que habría que haber hecho algo respecto a las emisiones de dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero. Aseguran que, si seguimos como hasta ahora, nos enfrentamos a una subida de las temperaturas mundiales que será poco menos que apocalíptica. Y para evitar ese Apocalipsis tenemos que acostumbrar a la economía a dejar de usar combustibles fósiles, sobre todo carbón.
¿Pero es posible realizar recortes drásticos en las emisiones de gases de efecto invernadero sin destruir la economía? Al igual que el debate sobre el cambio climático, el debate sobre la economía climática tiene un aspecto muy distinto visto desde dentro, en comparación con el aspecto que suele tener en los medios de comunicación populares. El lector ocasional podría tener la impresión de que hay dudas reales sobre si las emisiones pueden reducirse sin infligir un daño grave a la economía. De hecho, una vez que uno filtra las interferencias generadas por los grupos de presión, descubre que los economistas medioambientales en general coinciden en que con un programa basado en el mercado para hacer frente a la amenaza del cambio climático -uno que limite las emisiones poniéndoles un precio- se pueden obtener grandes resultados con un coste módico, aunque no despreciable. Sin embargo, hay mucho menos consenso en cuanto a la rapidez con la que deberíamos actuar, si los esfuerzos de conservación importantes deben ponerse en marcha casi de inmediato o intensificarse gradualmente a lo largo de muchas décadas.
Los mercados libres son eficientes (lo que en jerga económica, al contrario que en el lenguaje coloquial, significa que nadie puede mejorar su situación sin empeorar la situación de otro).
Pero la eficiencia no lo es todo, ¿y si un acuerdo entre personas mayores de edad supone un coste para personas que no forman parte del intercambio? ¿Qué pasa si alguien fabrica un artilugio y yo lo compro, con beneficios para ambos, pero el proceso de producir ese artilugio conlleva verter residuos tóxicos en el agua potable de otras personas? Cuando hay "efectos externos negativos" -costes que los agentes económicos imponen a otros sin pagar un precio por sus acciones- se esfuma cualquier suposición de que la economía de mercado, si se la deja a su aire, hará lo que debe. Entonces, ¿qué hacemos? La economía medioambiental trata de dar respuesta a esa pregunta.
Un modo de hacer frente a los efectos externos negativos es dictar normas que prohíban o al menos limiten los comportamientos que impongan costes especialmente altos a otros. Eso es lo que hicimos durante la primera gran oleada de legislación medioambiental a principios de los años setenta: se exigió que los coches cumpliesen unas normas sobre las emisiones de los compuestos que provocan la niebla tóxica, se exigió a las fábricas que limitasen el volumen de residuos que vertían a los ríos, y así sucesivamente. Y ese método dio sus frutos; el aire y el agua de Estados Unidos se volvieron mucho más limpios durante las décadas siguientes.
Pero aunque la regulación directa de las actividades contaminantes tiene sentido en algunos casos, es enormemente defectuosa en otros, porque no deja ningún margen para la flexibilidad o la creatividad.
La idea que sí ha cuajado, en cambio, es una variante que la mayoría de los economistas consideran más o menos equivalente: un sistema de permisos de emisiones comercializables, también conocido como tope y trueque. Según este modelo, se concede un número limitado de permisos para emitir un contaminante específico como el dióxido de azufre. Una empresa que quiera generar más contaminación de la que se le permite puede ir y comprar permisos adicionales de otras partes; una compañía que tenga más permisos de los que tiene intención de usar puede vender los que le sobran. Esto proporciona a todo el mundo un incentivo para reducir la contaminación, porque los compradores no tienen que adquirir tantos permisos si pueden recortar sus emisiones, y los vendedores pueden deshacerse de más permisos si hacen lo mismo.
Desde el punto de vista político, repartir permisos entre la industria no es del todo malo, porque brinda un modo de compensar parcialmente a algunos de los grupos cuyos intereses sufrirían si se adoptase una política dura contra el cambio climático. Esto puede servir para que aprobar las leyes sea más factible.
En cualquier caso, la experiencia indica que el control de las emisiones basado en el mercado funciona. Nuestra historia reciente en relación con la lluvia ácida demuestra lo mismo. La Ley del Aire Limpio de 1990 introdujo un sistema de tope y trueque por el que las centrales eléctricas podían comprar y vender el derecho a emitir dióxido de azufre, y dejaba en manos de las empresas individuales la gestión de su actividad dentro de los nuevos límites. Como cabía esperar, con el paso del tiempo, las emisiones de dióxido de azufre de las centrales eléctricas se redujeron a casi la mitad, a un coste mucho más bajo de lo que incluso los optimistas esperaban; los precios de la electricidad bajaron en vez de subir. El problema de la lluvia ácida no desapareció, pero se redujo considerablemente. Se podría pensar que los resultados demostraban que podemos hacer frente a los problemas medioambientales cuando nos vemos obligados a hacerlo.
De modo que ahí lo tenemos, ¿no? La emisión de dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero es un efecto externo negativo típico (el "mayor fallo del mercado que el mundo ha conocido jamás", en palabras de Nicholas Stern, autor de un informe sobre el tema para el Gobierno británico). La economía de los libros de texto y la experiencia del mundo real nos dicen que deberíamos tener políticas que desincentiven las actividades que generan efectos externos negativos y que, por lo general, es mejor depender de un enfoque basado en el mercado.
La oposición seria al tope y trueque suele presentarse bajo dos formas: el argumento de que una acción más directa -en concreto, una prohibición de las centrales eléctricas alimentadas con carbón- sería más efectiva, y el de que un impuesto sobre las emisiones sería mejor que la comercialización de las emisiones. (Dejemos a un lado a quienes rechazan la ciencia del clima en su totalidad y se oponen a cualquier limitación de las emisiones de gases de efecto invernadero, así como a quienes se oponen al uso de cualquier clase de solución basada en el mercado). Hay argumentos a favor de cada una de esas propuestas, aunque no tantos como sus defensores creen.
Fíjense en las emisiones de los coches, por ejemplo. ¿Podríamos o deberíamos cobrar a cada propietario de un coche una cuota proporcional a las emisiones de su tubo de escape? Desde luego que no. Habría que instalar caros equipos de control en cada coche y también habría que preocuparse por el fraude. Casi con certeza, es mejor hacer lo que de hecho hacemos, que es imponer normas sobre las emisiones a todos los coches.
¿Se puede exponer un razonamiento similar respecto a las emisiones de gases de efecto invernadero? Mi reacción inicial, que sospecho que compartirían la mayoría de los economistas, es que la propia escala y complejidad de la situación requiere una solución basada en el mercado, ya sea el tope y trueque o un impuesto sobre las emisiones. Después de todo, los gases de efecto invernadero son un subproducto directo o indirecto de casi todo lo producido en una economía moderna, desde las casas en las que vivimos hasta los coches que conducimos. Para reducir las emisiones de esos gases será necesario lograr que la gente modificase su comportamiento de muchas maneras diferentes, algunas de ellas imposibles de identificar hasta que tengamos un dominio mucho mayor de la tecnología ecológica. Por tanto, ¿podemos realmente conseguir avances significativos diciéndole a la gente lo que está o no está concretamente permitido? Economía 101 nos dice -probablemente con acierto- que el único modo de conseguir que la gente cambie de comportamiento adecuadamente es ponerles un precio a las emisiones, de tal manera que este coste quede a su vez incorporado en todo lo demás de una forma que refleje los impactos medioambientales finales.
Cuando los compradores vayan a la frutería, por ejemplo, se encontrarán con que las frutas y las verduras que vienen de lejos tienen precios más altos que las locales, lo que será en parte un reflejo del coste de los permisos de emisión o impuestos pagados para enviar esos productos. Cuando las empresas decidan cuánto gastarse en aislamiento, tendrán en cuenta los costes de la calefacción y el aire acondicionado, que incluyen el precio de los permisos de emisión o los impuestos pagados por la generación de electricidad. Cuando las instalaciones eléctricas tengan que elegir entre distintas fuentes de energía, tendrán que tener en cuenta que el consumo de combustibles fósiles irá asociado a unos impuestos más altos o unos permisos más caros. Y así sucesivamente. Un sistema basado en el mercado crearía incentivos descentralizados para hacer lo correcto, y ésa es la única forma de hacerlo.
Dicho eso, podrían ser necesarias algunas normas específicas. James Hansen, el destacado climatólogo a quien se le debe atribuir gran parte del mérito de haber convertido el cambio climático en un problema prioritario, ha defendido enérgicamente que la mayor parte del problema del cambio climático se debe a una sola cosa, la combustión del carbón, y que hagamos lo que hagamos tenemos que dejar de quemar carbón de aquí a 20 años. Mi reacción como economista es que un canon caro disuadiría de usar carbón en cualquier caso. Pero es posible que un sistema basado en el mercado acabe teniendo lagunas, y las consecuencias serían terribles. Así que yo defendería que se complementasen las medidas disuasorias basadas en el mercado con controles directos del uso del carbón como combustible.
¿Y qué hay de la defensa de un impuesto sobre las emisiones en lugar de un sistema de tope y trueque? No cabe duda de que un impuesto directo tendría muchas ventajas frente a leyes como la de Waxman-Markey, que está llena de excepciones y situaciones especiales. Pero esa no es en realidad una comparación útil: por supuesto que un impuesto ideal sobre las emisiones tiene mejor aspecto que un sistema de tope y trueque que la Cámara ya ha aprobado con todas sus condiciones adicionales. La pregunta es si el impuesto sobre las emisiones que realmente podría aplicarse es mejor que el tope y trueque. No hay motivos para creer que lo sería; de hecho, no hay motivos para creer que un impuesto sobre las emisiones generalizado conseguiría la aprobación del Congreso.
Para ser justos, Hansen ha expuesto un interesante argumento moral contra el sistema de tope y trueque, uno mucho más elaborado que la vieja idea de que está mal permitir que quienes contaminan compren el derecho a contaminar. Hansen llama la atención sobre el hecho de que en un mundo de tope y trueque, las buenas acciones individuales no contribuyen a los objetivos sociales. Si uno opta por conducir un coche híbrido o comprar una casa con una huella de carbono pequeña, todo lo que está haciendo es liberar permisos de emisiones para otra persona, lo que significa que uno no ha hecho nada para reducir la amenaza del cambio climático. Tiene parte de razón. Pero el altruismo no puede resolver de forma efectiva el problema del cambio climático. Cualquier solución seria debe depender principalmente de la creación de un sistema que le dé a todo el mundo un motivo egoísta para generar menos emisiones. Es una lástima, pero el altruismo climático debe ponerse por detrás de la tarea de lograr que dicho sistema funcione.
La conclusión, por tanto, es que, aunque el cambio climático puede ser un problema muchísimo más grave que el de la lluvia ácida, la lógica de cómo responder ante él es en gran medida la misma. Lo que necesitamos son incentivos de mercado para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero -junto con algunos controles directos del uso del carbón-, y el sistema de tope y trueque es una forma razonable de crear esos incentivos.
¿Pero podemos permitirnos hacer eso? Y lo que es igual de importante, ¿podemos permitirnos no hacerlo?
Del mismo modo que existe un consenso aproximado entre los creadores de los modelos climáticos en cuanto a la trayectoria probable de las temperaturas si no actuamos para recortar las emisiones de gases de efecto invernadero, hay un consenso aproximado entre los creadores de los modelos económicos en cuanto al precio de la actuación. Esa opinión general puede resumirse de la manera siguiente: limitar las emisiones frenará el crecimiento económico, pero no demasiado.
¿Y qué hay de la economía mundial? En general, los creadores de los modelos tienden a calcular que las políticas sobre cambio climático reducirían la producción mundial en un porcentaje algo menor que el correspondiente a Estados Unidos. El principal motivo es que las economías incipientes como China usan actualmente la energía de un modo bastante ineficiente, en parte como consecuencia de unas políticas nacionales que han mantenido los precios de los combustibles fósiles muy bajos, y por tanto podrían conseguir un gran ahorro energético a un precio módico.
Pero, aunque sea improbable que estos modelos acierten en todo, está bien que, en vez de infravalorarlos, exageren los costes económicos de las medidas para abordar el cambio climático. Eso es lo que la experiencia del programa de tope y trueque para la lluvia ácida indica: los costes resultaron estar bastante por debajo de las predicciones iniciales. Y en general, lo que los modelos no tienen ni pueden tener en cuenta es la creatividad; sin duda, frente a una economía en la que hay grandes recompensas monetarias por reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, el sector privado encontrará formas de limitar las emisiones que todavía no están en ningún modelo.
La actuación tendrá costes, y éstos deben compararse con los de la falta de actuación. Sin embargo, antes de llegar a ese punto, permítanme tocar un tema que se volverá esencial si realmente ponemos en marcha la política climática: cómo lograr que el resto del mundo nos acompañe en el esfuerzo.
EL SÍNDROME DE CHINA
Estados Unidos sigue siendo la mayor economía del mundo, lo que convierte al país en una de las mayores fuentes de gases de efecto invernadero. Pero no es la mayor. China, que quema mucho más carbón por dólar del producto interior bruto que Estados Unidos, lo superó según ese criterio hace unos tres años. En general, los países desarrollados -el club de los ricos del que forman parte Europa, América del Norte y Japón- son responsables de solamente la mitad más o menos de las emisiones de efecto invernadero, y esa es una fracción que se reducirá con el paso del tiempo. En resumen, no puede haber una solución para el cambio climático a menos que el resto del mundo, y las economías incipientes en particular, participen de forma importante.Para quienes piensan que tomar medidas es esencial, la pregunta correcta es cómo convencer a China y a otros países emergentes de que participen en la limitación de las emisiones. Las zanahorias, o incentivos positivos, son una respuesta. Imaginen que se establecen sistemas de tope y trueque en China y Estados Unidos (pero permitiendo el trueque internacional de los permisos, de manera que las empresas chinas y estadounidenses puedan comprar y vender los derechos de emisiones). Al establecer topes generales a niveles pensados para garantizar que China nos venda un número considerable de permisos, estaríamos de hecho pagando a China para que recortase sus emisiones. Dado que las pruebas indican que el coste de recortar las emisiones sería más bajo en China que en Estados Unidos, esto podría ser un trato ventajoso para todos.
¿Pero qué pasa si los chinos (o los indios, o los brasileños, etcétera) no quieren participar en dicho sistema? Entonces hacen falta tanto varas como zanahorias. En concreto, hacen falta aranceles sobre el carbono.
Un arancel sobre el carbono sería un impuesto sobre los productos importados proporcional al carbón emitido al fabricar dichos productos. Supongamos que China se niega a reducir las emisiones, mientras que Estados Unidos adopta unas políticas que establecen un precio de 100 dólares por cada tonelada de emisiones de carbono. Si Estados Unidos impusiese ese arancel sobre el carbono, cualquier envío de productos chinos a Estados Unidos cuya producción conllevase la emisión de una tonelada de carbono estaría gravado con un impuesto de 100 dólares que se añadirían a cualquier otro impuesto. Esos aranceles, si fuesen impuestos por los actores más importantes -probablemente Estados Unidos y la Unión Europea-, ofrecerían a los países que no cooperan un incentivo considerable para que se replanteasen su postura.
A la objeción de que una política así sería proteccionista, una violación de los principios del libre comercio, una posible respuesta es: ¿y qué? Mantener los mercados mundiales abiertos es importante, pero evitar una catástrofe planetaria es mucho más importante. Sin embargo, se puede argumentar de todos modos que los aranceles sobre el carbono entran dentro de las normas de las relaciones comerciales normales. Siempre que el arancel impuesto al contenido de carbono de las importaciones sea comparable al precio de los permisos de carbono nacionales, la consecuencia es cobrar a los consumidores un coste que refleja el carbono emitido en lo que compran, independientemente de dónde se fabrique. Eso debería ser legal según las normas del comercio internacional. De hecho, hasta la Organización Mundial del Comercio, que se encarga de supervisar las políticas comerciales, ha publicado un estudio que indica que los aranceles sobre el carbono serían aceptables.
EL PRECIO DE LA FALTA DE ACTUACIÓN
En estos momentos, las previsiones sobre el cambio climático, suponiendo que sigamos como hasta ahora, se agrupan en torno al cálculo de que en 2100 las temperaturas medias serán unos cinco grados centígrados más altas de lo que lo eran en 2000. Eso es mucho (equivale a la diferencia de las temperaturas medias de Nueva York y el centro del Estado de Misisipi). Un cambio tan grande sería enormemente perjudicial. Y los problemas no terminarían aquí: las temperaturas seguirían subiendo.
Además, los cambios en la temperatura media no serán ni mucho menos la única alteración. Los patrones de precipitación cambiarán, y algunas regiones se volverán mucho más húmedas, y otras, mucho más secas. Muchos creadores de modelos también predicen tormentas más intensas. El nivel de los océanos subirá, y el impacto se verá intensificado por esas tormentas: la inundación costera, que ya es una fuente importante de desastres naturales, se volvería mucho más frecuente y grave. Y podría haber cambios drásticos en el clima de algunas regiones a medida que las corrientes oceánicas se modifiquen. Siempre merece la pena tener en cuenta que Londres tiene la misma latitud que Labrador; sin la corriente del Golfo, Europa Occidental apenas sería habitable.
Por último, está el importantísimo problema de la incertidumbre. No sabemos a ciencia cierta la magnitud del cambio climático, lo cual es inevitable, porque hablamos de alcanzar niveles de dióxido de carbono en la atmósfera que no se han visto en millones de años. La reciente duplicación de las cifras previstas para 2100 por muchos modelos es en sí misma una muestra del alcance de esa incertidumbre; quién sabe qué revisiones podrían producirse en los próximos años. Aparte de eso, nadie sabe realmente cuánto daño causaría un aumento de las temperaturas del calibre que ahora se considera probable.
Podrían pensar que esta incertidumbre debilita el argumento en favor de la actuación, pero en realidad lo refuerza. Si hay una posibilidad significativa de que se produzca una catástrofe absoluta, esa posibilidad -más que la cuestión de qué es más probable que suceda- debería dominar los cálculos de los costes frente a los beneficios. Y la de la catástrofe absoluta sí que parece una posibilidad realista, aun cuando no sea el resultado más probable.
Weitzman sostiene -y yo estoy de acuerdo- que este riesgo de una catástrofe, más que los detalles de los cálculos de los costes frente a los beneficios, es el argumento más poderoso a favor de una política climática rigurosa. Las previsiones actuales sobre el calentamiento global en ausencia de medidas para combatirlo están demasiado cerca de las clases de cifras que se asocian a las peores de las perspectivas. Sería irresponsable -resulta tentador decir que criminalmente irresponsable- no alejarse de lo que muy fácilmente podría resultar ser el borde de un precipicio.
Los economistas que analizan las políticas climáticas coinciden en algunos puntos clave. Hay un amplio consenso en cuanto a que tenemos que poner precio a las emisiones de carbono, y que este precio debe terminar siendo muy alto, pero que los efectos económicos negativos de esta política tendrán una magnitud abarcable. En otras palabras, podemos y debemos actuar para limitar el cambio climático.
Me resulta más fácil encontrarles el sentido a los argumentos si pienso en las políticas para reducir las emisiones de carbono como en una especie de proyecto de inversión pública: uno paga un precio ahora y obtiene unos beneficios en forma de un planeta menos dañado más tarde.
Si lo hace, el análisis económico estará preparado. Sabemos cómo limitar las emisiones de gases de efecto invernadero. Tenemos un buen conocimiento de los costes, y son asumibles. Todo lo que necesitamos ahora es la voluntad política.
Artículo original completo aquí.
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